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A muchas personas les cuesta aceptar la ira de Dios porque prefieren verlo como un ser amoroso y misericordioso. Pero olvidan que su ira es resultado de su amor, así como de su santidad y justicia. Ella nunca es pecaminosa, sino buena, pues representa su odio y oposición constante ante toda clase de maldad (Muñoz, 2020).
La Biblia es muy clara en cuanto a la ira de Dios. Por ejemplo:
Salmos 2.4-5 dice:
“El que mora en los cielos se reirá; El Señor se burlará de ellos. Luego hablará a ellos en su furor, Y los turbará con su ira.”
Y Salmos 7.11-12 dice:
“Dios es juez justo, Y Dios está airado contra el impío todos los días. Si no se arrepiente, él afilará su espada; Armado tiene ya su arco, y lo ha preparado.”
Con base en esto, me gustaría compartir tres razones por las cuales la ira de Dios opera de manera santa sin amenazar su carácter y siendo una expresión perfecta de quién es Él.
Lo primero es que:
- Su ira es justa.
Porque siendo Él nuestro creador, tiene todo el derecho y autoridad para juzgar nuestras obras (Gn. 1.26-28; Ap. 20.11-13). Esta es la razón por la cual muchos prefieren negar su existencia (Sal. 14.1). Porque al reconocerlo y aceptar su poder, superioridad y autoría sobre todo lo creado, es imposible negar la responsabilidad que tenemos delante de Él.
- Su ira es una expresión de bondad.
Porque Él define el bien (Sal. 136). Es santo: apartado del mal, bueno, puro, perfecto; y por eso es el autor de la ley que conocemos en la Biblia (Ex. 20.1-17), sobre la cual opera nuestra conciencia y descansan muchas de las constituciones de los gobiernos del mundo que regulan el comportamiento de las sociedades.
- Su ira está fundamentada.
Porque Él lo conoce todo (Heb. 4.13): conoce nuestros pensamientos (aun antes de que lleguen a nosotros) y la verdad del corazón; por eso sus juicios son perfectos. Por ejemplo: su trato con el pecado es una demostración completa de la santidad de su ira.
En la caída, allá en el jardín del Edén, Dios enfrentó esta realidad, y lejos de enfocar su ira en Adan y Eva, la enfocó en solucionar el problema del pecado, que fue lo que la causó; lo hizo sacrificando un animal y cubriendo con su piel la desnudez de ellos. La sangre de ese animal sirvió para expiar su pecado, ósea cubrirlo temporalmente mientras el cordero perfecto, que era Cristo, daba su sangre como pago absoluto por el pecado (Gén. 3).
Por eso Juan 3.16 nos dice que Dios entregó a su Hijo para que todo el que crea en Él, no se pierda sino tenga vida eterna; porque era necesario el derramamiento de sangre para el perdón de pecados (He. 9.22).
De ahí, todos los que hemos creído en Cristo como salvador personal, hemos pasado de ser hijos de ira a ser hijos de Dios (Jn. 1.12), porque Cristo cargó en la cruz con nuestros pecados. Por Él estamos reconciliados con Dios (2 Co. 5.18), y gracias a ello podemos tener paz con nosotros mismos y con los demás (Ro. 12.18).
